jueves, 12 de septiembre de 2019

El acantilado tras la limera

Según cuenta la leyenda, de pequeña era un trasto al que le gustaba abrazar el peligro o al menos mirarlo de frente desde arriba. Me encantaba sentarme en filos, precipicios y alturas varias, desde el borde de una mesa a un acantilado si mis padres no me veían.
Ni Disney, que ha hecho mucho daño, había conseguido quitarme las ganas de ir a mi econdite secreto detrás de la limera del jardín de mi casa y mirar al vacío.
En el colegio recuerdo que saltaba de una pared a la plaza de la iglesia sin pensarlo mucho. Y creo que esa es la clave. No pensarlo mucho. Porque ahora mismo el simple hecho de imaginarme alongada me da unas fatiguitas...
Es decir, hoy en día no me da vértigo subirme a los tacones, pero poco me falta. Tengo un miedo irracioal a las alturas. Me da pavor cruzar los pasos elevados de las carreteras y alguna vez me he mareado subiendo unas escaleras mecánicas.
Sé que los niños no tienen el sentido del peligro muy desarrollado y que los adolescentes lo desafían a modo de herramienta para el desarrollo de la madurez, pero ¿por qué nos volvémos tan miedosos los adultos? ¿Será un mecanismo para mantenernos con vida y no acortar aún más el tiempo que nos queda? Sería curioso que con el fin de prolongar nuestra exiatencia al máximo, acortásemos los placeres de esa vida que tanto atesoramos.
Así pues, quizás no vaya a saltar en paracaídas por lo pronto, pero no renunciaré a visitar lugares de ensueño o disfrutar de la maravillosa naturaleza en una caminata por una alarma mal conectada en mi cuerpo.



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